El reloj permanece ahí marcando la hora que no es la hora.
Lo han arrinconado y dejado en el olvido. Cubierto de sombra, polvo y óxido. Adquiriendo
de la humedad naciente detrás. Deteriorándose de manera irreversible. El
recubrimiento fatal.
Ya nadie recuerda. Los sacrificios que exigió el adquirirlo,
la anhelación pura que venía desde el alma, la emoción de tenerlo entre sus
manos, la indecisión para elegir el lugar en dónde ponerlo para que luciera
más, los suspiros arrancados, el símbolo
de esfuerzo, la felicidad que brindó. Todo eso ya nadie lo recuerda.
Ahora para algunos es chatarra y para otros es una reliquia.
Dos enfoques que conviven en el espacio. Yo me quedo con el segundo.
Su danzón preferido. El té de flores de jazmín. Su vestido
floreado cubriendo sus senos algo caídos. Sus manos callosas por el trabajo
duro. Sus ojos bordeados de arrugas cuando reía. Su larga y canosa cabellera.
Mis manos entretejiendo una gruesa trensa. Así era. O al menos así la recuerdo
yo.
La fotografía tan escasa y costosa en aquellos tiempos
obligaban a la memoria a almacenar todas los colores, los olores, las texturas,
los ambientes. No había otra manera. Evocaciones desde el rincón.
El único vestigio macizo que queda de esa persona es ese viejo
reloj. Una vida apresada en unas manecillas rotas, en un péndulo estático, en
un segundero suelto, su funcionamiento pasmado. Una vida apresada un reloj
inservible.
Son las 4:44 a.m. El frío ya cala la planta de los pies y el
insomnio desaparece. Me voy a la cama
con esta idea: “Mañana le daré cuerda sino lo llevo a arreglar.”
(Pensamiento que probablemente desaparezca al despertar.)