Estas noches de desolación, nos arrimamos a la sombra del
viejo árbol. Nuestro amigo nos resguarda pues no queremos que nos descubran los
ojos hinchados junto a la nariz roja.
El rocío nocturno en la superficie de su cuerpo húmedo, al que
ambos nos apegamos, se mezcla con nuestra cara empapada y forman un pesaroso
conjunto que tiene por nombre: la líquida melancolía.
En ese lugar donde reina el silencio y se nos asegura la
privacidad, los sentimientos tienen una doble carga de intensidad ya que no hay
nada que esconder. Si cerramos los ojos, tenemos la certeza de habernos vuelto
una misma alma.
Mantenemos el perfil bajo y la mirada triste dentro de la
búsqueda implacable de un cobijo, de algún consuelo. Pasado un tiempo, re-encuentro
ese peculiar resplandor que desprenden tus ojos y es cuando recordamos que allá,
en un lugar irrisorio, están esos astros que parecen muertos pero que en
realidad están llenos de vida.
Esas estrellas llenas de instantes, antaño presentes, hoy
pasado. Contemplamos el oscuro manto y percibimos que no está del todo
cubierto, aún faltan huecos por llenar con nuevas y jóvenes estrellas, cargadas
de dicha y bienestar, que ya se están aproximando.
Cuando sopla el viento, las hojas más largas y viejas,
cargadas de memorias compartidas, tiernamente, nos hacen cosquillas en la
mejilla e insinuamos una sonrisa. Con la mirada seguimos las ramitas y entrevemos
que sostienen varias hojas nuevas, pequeñas y muy verdes.
El color se puede apreciar a pesar de la ausencia de la luz
como una expresión de la profundidad del afecto. La esperanza de la nueva vida,
de que no todo está perdido, de que habrá un futuro...Sólo basta esperar a que
nazcan nuevas hojas, basta esperar un poco.
(Ambos sabemos que nuestra unión es inquebrantable.)