No había ni rastro de sol frente al mar gris, las densas nubes lo ocultaban. Estábamos aquí para tomar el ferry que nos alejaría de esta tierra maldita. Era lo único que tenía este pueblo, las salidas del ferry. Aun nos quedaban algunas horas por esperar y decidimos entrar al único bar. Se trataba de un lugar semivacío con luces de colores, piso de madera y muebles verdes viejos con un ligero olor a moho. En las paredes había detalles de barcos y cuadros de perros jugando al billar.
En el celular, veía las fotos de los días pasados, recordaba las lágrimas y las discusiones. Para distraerme, decidí observar la tele pero las pantallas estaban sin señal de transmisión. Entonces, decidí mirar a mi alrededor.
Eramos alrededor de 10 personas. Un señor sentado en un esquina oscura era el responsable de controlar nuestra banda sonora : desconocidas canciones de pop ochenteras. En las máquinas de casino había una señora gorda jugando de manera automática y, al lado, una mujer con un whisky y cigarro en mano que casi se echaba encima de su compañero. Un señor canoso con su portafolio y aire de hastío tras haber tenido una dura jornada laboral. La chica de la barra, que era punk, platicaba en voz baja con su amiga de falda corta. Y nosotros quienes estábamos frente a frente, sumergidos en nuestros pensamientos. ¡Qué bella congregación!
Nos quedaban algunas monedas por gastar pues no servirían de nada en cualquier otro lugar, se convertirían en metal inservible. Las teníamos sobre la mesa dispuestos a gastarlas en alcohol. Miramos hacia la barra pero sólo tenían botellas de nombres desconocidos como Cactus Jacks. Así fue como pedimos dos pintas de cerveza a la chica de la barra, quien estaba descalza y comiendo una hamburguesa. Con parsimonia, fue a servir el vaso y, sin hablar, estiró la mano para recibir las monedas, ponerlas en la caja registradora y seguir comiendo mientras escuchaba a su amiga.
Por lo que podía entender, las canciones eran de amor mal correspondido, de nostalgia del pasado o de corazones rotos. La música estaba a volumen alto para que nadie tuviera que hablar con nadie. La amiga decidió tomar el micrófono y comenzar el karaoke. Nos miramos y reímos. Decidimos terminar el vaso y salir de aquel lugar de pena. Nos internamos en el frío y la neblina con las manos unidas, uno al lado de otro.
Era un día de fiesta. Era un sábado por la tarde. Portsmouth, un pueblo olvidado.