Hablo de aquel tiempo donde el temor nos era desconocido, donde la libertad era nuestra y la defendíamos con un idealismo franco. Intentábamos comernos al mundo sin que el futuro nos detuviera. Tanto el estómago como el bolsillo estaban vacíos sin embargo, eramos felices y amábamos la vida. Recordábamos una canción y nos deteníamos a tararearla en cualquier esquina sin importar las miradas desconcertadas. Escuchábamos la voz perpetua de Reed junto a guitarras ácidas y rasposas mientras esperábamos la gloria y hablábamos de sueños. La locura formaba parte de nosotros y asegurábamos que la celebración cabía en un brindis. Las sonrisas brotaban directas del alma y se perdían en el ambiente lleno de incienso. El amor era despreocupado y fugaz, a la espera de aquel romance verdadero. En un cuaderno roído, escribíamos versos y prosas que trataban de representar a toda una generación. Pasábamos la noche en vela, esperábamos el amanecer y lo tomábamos como un indicio. Nuestros ojos eran fulgurantes y llenos de promesas.
Espera. Aún no hemos olvidado. Sacude las cenizas. Mira cómo tu cabello se despeina con el aire, cómo tu sombra sigue alargándose con cada atardecer, cómo aún hay esperanza. Aún hay asombro y descubrimientos. Aún hay vida.