viernes, 16 de octubre de 2020

Octubre de fantasmas y caramelos.

 Caminar encorvado, bajo el peso del abrigo, con el mar frío y gris acompañándote, invocando personas a más de 10,000 km.

Saludar a ese par de árboles naranjas que dejan caer sus hojas sobre ti. 

Visitar la panadería con el cabello siempre húmedo para elegir un pastel nuevo.

Hablar un idioma que parece trabalenguas para pedir que enciendan la chimenea.

Descubrir que los viejos sin dientes se reúnen al mediodía frente a la farmacia para intercambiar recetas.

Recibir los rayos del sol, que con sus fuerzas agotadas, se asoma cuatro veces al día.

Recorrer la misma calle una y otra vez mientras la viuda con sombrero de pluma te juzga.

Fotografiar el pescado podrido frente a una embarcación: la ofrenda de los pescadores.

Abrir las puertas del cementerio, con su barda en ruina, y descubrir a los felinos trepando por una cruz para atrapar un canario. 

Flores marchitas y lápidas sin nombre, aquí han olvidado a sus muertos.


Escribir con el gato que nunca se despega, él entiende todos los idiomas, él observa todos los mundos.

Pasar las páginas viejas, una y otra vez, de aquel álbum de fotografías de desconocidos.

Preparar un plato de sopa para descongelar los huesos y tener buena suerte.

Usar el mismo suéter para no sentirte sola.

Cambiar de postura y pasar las páginas de ese libro japonés con toda confianza como si fuera tuyo.

Sentarte frente a frente con él y mirarle el alma a través de la luz de una vela. 

Beber cerveza barata y tararear la letra de “Grief came riding” hasta que las estrellas se oculten.

Compartir la cama bajo el techo inclinad, unir las yemas de los dedos en la penumbra. 

Mirar las nubes pasar y saber que él nunca se irá.

Tener aquí, entre las paredes de piedra, nuestro pequeño imperio, 

La dicha de hoy, no del mañana.