El
viento y las ventanas librando una batalla a muerte, por el crujido, puedo
deducir que el viento va ganando. Aquí dentro nos acomodamos bajo las cobijas,
cada uno de nuestro correspondiente y frío lado del colchón. Creando divisiones
en lugar de uniones.
La
ausencia de palabras que remarca la pesadez, la frialdad, la oscuridad, la
densidad de esta noche. El reloj verde que cuelga de la pared cuenta
exactamente cada segundo al que hemos dado paso, cada segundo que hemos dejado
invadirnos para acrecentar la distancia. El hielo va endureciéndose sin ningún rastro
del rayo del sol.
La
iluminación verdosa colorea la piel de nuestro rostro y brazos asemejándolos a
la cera, oscureciendo el rojo vivo del corazón, aminorando la velocidad de los
latidos.
El
anhelo de romper la mala brecha mediante un beso parece ser el acto
reconciliatorio predilecto por los filmes y, al mismo tiempo, el más ficticio.
Un
estado mayormente vegetativo. Las notas de amor ignoradas en un rincón. La
calidez evaporada. Las caricias ausentes. Los besos nulos. Las sonrisas
olvidadas. Los sexos sueltos y secos. Los ojos opacos refugiados detrás de las
lentillas. La alegría eclipsada. Las almas distanciándose. El lazo rojo de los
meñiques tenso. Deplorable.
El
conjunto desolador de la indiferencia, el alejamiento, la incertidumbre y la tristeza. Cuatro
jinetes del apocalípsis. La atmósfera amarga que se respira, me empuja a saltar
de la cama, a abrir la puerta del balcón y brincar bajo el suelo mojado; un
escalofrío como señal del comienzo de la purificación bajo la lluvia. La
limpieza de toda la mierda que llevamos cargando.
Los
destellos que la luna crea en cada gota, esos reflejos que hacen creer en la
esperanza durante esta larga noche en que la chingada nos está llevando.