viernes, 11 de marzo de 2016

Deambulando en el mundo de los muertos

El viento y las ventanas librando una batalla a muerte, por el crujido, puedo deducir que el viento va ganando. Aquí dentro nos acomodamos bajo las cobijas, cada uno de nuestro correspondiente y frío lado del colchón. Creando divisiones en lugar de uniones.

La ausencia de palabras que remarca la pesadez, la frialdad, la oscuridad, la densidad de esta noche. El reloj verde que cuelga de la pared cuenta exactamente cada segundo al que hemos dado paso, cada segundo que hemos dejado invadirnos para acrecentar la distancia.  El hielo va endureciéndose sin ningún rastro del rayo del sol.

La iluminación verdosa colorea la piel de nuestro rostro y brazos asemejándolos a la cera, oscureciendo el rojo vivo del corazón, aminorando la velocidad de los latidos.

El anhelo de romper la mala brecha mediante un beso parece ser el acto reconciliatorio predilecto por los filmes y, al mismo tiempo, el más ficticio.

Un estado mayormente vegetativo. Las notas de amor ignoradas en un rincón. La calidez evaporada. Las caricias ausentes. Los besos nulos. Las sonrisas olvidadas. Los sexos sueltos y secos. Los ojos opacos refugiados detrás de las lentillas. La alegría eclipsada. Las almas distanciándose. El lazo rojo de los meñiques tenso. Deplorable.

El conjunto desolador de la indiferencia, el alejamiento, la incertidumbre y la tristeza. Cuatro jinetes del apocalípsis. La atmósfera amarga que se respira, me empuja a saltar de la cama, a abrir la puerta del balcón y brincar bajo el suelo mojado; un escalofrío como señal del comienzo de la purificación bajo la lluvia. La limpieza de toda la mierda que llevamos cargando.

Los destellos que la luna crea en cada gota, esos reflejos que hacen creer en la esperanza durante esta larga noche en que la chingada nos está llevando.


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