Un año ha pasado desde que la naturaleza dejó sentir su fuerza y magnanimidad.
Aquel 19 de Septiembre todo transcurría con normalidad, el sol brillaba, las aulas llenas de niños, los oficinistas se preparaban para ingerir sus alimentos, los ciudadanos se trasladaban de un lugar a otro, los enfermos se recuperaban, las mascotas dormían o jugaban; la cadencia armoniosa.
Hasta que la Ciudad se sacudió sin piedad. Esparciendo el pavor que causa la incomunicación y la incertidumbre, nos sumergíamos en un caos, desconocido y atroz. Dejó huellas imborrables por la experiencia, los familiares perdidos y los inmuebles caídos. El pueblo mostró una solidaridad y humanismo excepcionales.
365 días después hemos recuperado la sonrisa, el apetito, el dormir el calzones, el tomar el metro subterráneo o el estar en el piso 20 de un edificio. Podemos caminar por la calle a nuestro paso habitual mientras escuchamos música. Regresamos a los bares que están dentro de las zonas más afectadas. La cotidianidad. La rutina se ha restaurado.
Sin embargo, para todos los que vivimos el terremoto tanto en el 2017 y en el 1985, siempre quedará un fantasma, una estela de miedo en lo más profundo de la mirada y un sinfín de resquebrajaduras en las paredes y en el alma.
Que el cuerpo se duerme y anda el puro espíritu.
Que desearía estar dormido o cloroformado.
Que se conforma de la materia que están hechos los sueños. Que en un sueño cabe toda una vida.
miércoles, 19 de septiembre de 2018
domingo, 3 de junio de 2018
Domingo de Junio
Así dejábamos pasar el domingo.
En este pequeño lugar alejado y atemporal: un refugio ante el exterior. Haciendo de todo y nada, sumidos en nuestro ritmo y tiempo. Nos turnábamos para tomar la fría lata de cerveza del refri o para preparar el té que inundaba de aromas frutales el espacio. Tumbados en el sofá, el gato venía a instalarse entre nosotros, celoso de caricias. Traíamos de vuelta viejos recuerdos, señalando curiosidades, leyendo algún verso que encontráramos, tarareando precariamente alguna canción, imaginando posibles escenarios o entrelazados en un abrazo abismal: las actividades acostumbradas. Observábamos nuestras siluetas, apenas iluminadas por la lamparilla del buró, tratando de hacer memoria y recordar cada lunar, cada cicatriz, cada pliegue. De la nada, nos mirábamos y reíamos con una sonrisa franca, sabiéndonos afortunados cómplices.
Así dejábamos pasar el domingo. Extasiados, ensimismados, enamorados.
martes, 17 de abril de 2018
Aquel tiempo.
Hablo de aquel tiempo donde el temor nos era desconocido, donde la libertad era nuestra y la defendíamos con un idealismo franco. Intentábamos comernos al mundo sin que el futuro nos detuviera. Tanto el estómago como el bolsillo estaban vacíos sin embargo, eramos felices y amábamos la vida. Recordábamos una canción y nos deteníamos a tararearla en cualquier esquina sin importar las miradas desconcertadas. Escuchábamos la voz perpetua de Reed junto a guitarras ácidas y rasposas mientras esperábamos la gloria y hablábamos de sueños. La locura formaba parte de nosotros y asegurábamos que la celebración cabía en un brindis. Las sonrisas brotaban directas del alma y se perdían en el ambiente lleno de incienso. El amor era despreocupado y fugaz, a la espera de aquel romance verdadero. En un cuaderno roído, escribíamos versos y prosas que trataban de representar a toda una generación. Pasábamos la noche en vela, esperábamos el amanecer y lo tomábamos como un indicio. Nuestros ojos eran fulgurantes y llenos de promesas.
Espera. Aún no hemos olvidado. Sacude las cenizas. Mira cómo tu cabello se despeina con el aire, cómo tu sombra sigue alargándose con cada atardecer, cómo aún hay esperanza. Aún hay asombro y descubrimientos. Aún hay vida.
Espera. Aún no hemos olvidado. Sacude las cenizas. Mira cómo tu cabello se despeina con el aire, cómo tu sombra sigue alargándose con cada atardecer, cómo aún hay esperanza. Aún hay asombro y descubrimientos. Aún hay vida.
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