Un año ha pasado desde que la naturaleza dejó sentir su fuerza y magnanimidad.
Aquel 19 de Septiembre todo transcurría con normalidad, el sol brillaba, las aulas llenas de niños, los oficinistas se preparaban para ingerir sus alimentos, los ciudadanos se trasladaban de un lugar a otro, los enfermos se recuperaban, las mascotas dormían o jugaban; la cadencia armoniosa.
Hasta que la Ciudad se sacudió sin piedad. Esparciendo el pavor que causa la incomunicación y la incertidumbre, nos sumergíamos en un caos, desconocido y atroz. Dejó huellas imborrables por la experiencia, los familiares perdidos y los inmuebles caídos. El pueblo mostró una solidaridad y humanismo excepcionales.
365 días después hemos recuperado la sonrisa, el apetito, el dormir el calzones, el tomar el metro subterráneo o el estar en el piso 20 de un edificio. Podemos caminar por la calle a nuestro paso habitual mientras escuchamos música. Regresamos a los bares que están dentro de las zonas más afectadas. La cotidianidad. La rutina se ha restaurado.
Sin embargo, para todos los que vivimos el terremoto tanto en el 2017 y en el 1985, siempre quedará un fantasma, una estela de miedo en lo más profundo de la mirada y un sinfín de resquebrajaduras en las paredes y en el alma.
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