Mientras
escuchaba los aplausos que sus hipócritas amigos daban en aquella fiesta
privada, de pronto, recordó.
Se vio a sí
mismo hace 45 años. Iba en el metro de la línea 2, sentado junto a su madre.
Tendría 6 o 7 años. Como de costumbre, su madre iba leyendo. En alguna
estación, un hombre subió. Un hombre como ningún otro que hubiera visto.
Cabello largo en una coleta, llevaba los lados a rape, dibujos en la piel, ropa
sin color y holgada. Comenzó a recitar un fragmento del libro de “Espejos” de
Eduardo Galeano que en aquel entonces le era desconocido. Hablaba sobre la
magnanimidad de Tenochtitlán, de los adelantos de su tiempo y de las
impresiones que causó a los españoles. Javier recuerda ver al hombre recitando
fervorosamente con una voz grave y movimientos de mano que acentuaban su
relato. Resultaba cautivador.
Fue
precisamente en este punto que, sin saberlo, Javier encontró su vocación y
decidió hacer de la historia su pasión. Comenzó a interesarse en los libros,
primero infantiles y luego con investigaciones más profundas. Ingresó al
colegio, realizó estudios de alto grado y terminó escribiendo un libro
interesantísimo que era por el motivo de su ovación.
Todo lo
anterior lo había llevado a este instante: agradecer a aquel actor, aquella alma auténtica donde fuera que
se encontrara y lanzarle una bendición al aire.
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