La noche recién comenzaba. Brindábamos por la música en nuestros oídos y por la belleza que nos rodeaba, compartíamos anécdotas, complicidades y sueños. Parecía un gran momento para estar vivos, ansiábamos comernos al mundo.
Las botellas vacías, la sangre ligera, la mente en vértigo. En nuestra euforia, perdimos el control.
Una transformación tan drástica como no habíamos vislumbrado nunca antes estaba a punto de comenzar. Discusiones, reclamos, llantos y enfrentamientos letales. Todas las fallas del pasado se cernían sobre nosotros, ensombreciéndonos a tal punto de resultar seres desconocidos. Los planes a futuro se evaporaban, las promesas se quedaban en el aire, la separación parecía inminente. La lluvia nos golpeaba en la cara y, en la búsqueda de un refugio, encontramos esa vieja y fría iglesia.
Ahí las palabras mordaces incrementaban su fuerza debido al eco, a la soledad y a la oscuridad. Los cirios jugaban macabramente nuestros gestos, haciendo de nuestros rostros, máscaras maléficas con miradas rencorosas. El amor se quebraba delante de los santos. Olvidábamos la marca que nos unía, ésa que sólo desaparecería con una mutilación. Parecía que nada podía poner pausa al hiriente discurso que se había desatado.
Paulatinamente, nuestras cuerdas vocales se vaciaron. Intentamos conciliar el sueño mientras tiritábamos de frío. Cada uno se encontraba en un confesionario, rodeado de los pensamientos más oscuros, hundiéndonos bajo el peso del fracaso. El alma estaba congelada y el corazón a medio morir.
Unas horas más tarde, la luz del amanecer atravesaba los vitrales y derretía el hielo formado durante la noche. Salimos sin mirarnos. Cruzamos la calle y tomaste mi mano. Habíamos enfrentado nuestros demonios más tenebroso. Aquel oscuro pasaje se cerraba junto con la puerta de la iglesia.
La tormenta se había disipado, un nuevo día comenzaba. Era el momento de reconstruir(nos).
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