El mes de abril parecía haberse detenido en el tiempo, con las calles vacías y los cielos más azules del año.
Los días transcurrían a nuestra manera. Vivíamos regidos por un horario natural, nos despertábamos cuando la luz atravesaba las cortinas y sabíamos que era de noche cuando el sol ya se había ido.
Los libros y las tazas parecían reproducirse en cualquier rincón de nuestro minúsculo departamento. Disfrutábamos del agua caliente al bañarnos juntos y rara vez teníamos pantalones puestos. Comíamos a deshoras e inventábamos nuevas bebidas para aminorar el calor de la primavera.
Leíamos durante largos periodos de tiempo con las piernas entrelazadas. Mirábamos películas tan viejas que las siluetas de los personajes eran apenas distinguibles. Encendíamos algunas velas y nos recostábamos en el suelo fresco recordando anécdotas de las canciones y adivinando el año en el que fueron lanzadas al mundo.
Intercambiábamos miradas que contenían toda la ternura del mundo, besos que dejaban de manifiesto el amor contenido y caricias sin importar la hora del día. El gato nos observaba celoso desde la repisa mientras se limpiaba sus patitas blancas.
Admirábamos los pequeños cambios de la naturaleza, nos emocionábamos por una flor que nacía o cuando el árbol seco comenzaba a tornarse verde y lleno de vida. Algunas veces mirábamos los atardeceres que se asomaban a nuestra ventana, entonces reinaba el silencio y nos dejábamos cautivar por su hermosura.
Habíamos creado nuestro mundo.
Así fueron los días más felices de nuestra vida.
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